Nadie sale ileso de un viaje a un lugar donde ya estuvo. Hay esquirlas de la memoria que se cuelan entre la respiración. El tiempo asciende en una verticalidad discontinua a la que asistís con asombro. Y sin embargo, ahí estás. Con tu renguera emocional, domando el pasado, flotando el presente e ignorando el que sé yo que depara el mañana. Todo eso (y bastante más) le pasa a Inés, el personaje de ‘La Concordia’ -la flamante novela de @carolinasborovsky, publicada por @editorialconejos-.
Moldeada entre el calor litoraleño de una siesta de esas en que todo se prepara para la llegada de una tormenta (que bien podría ser Santa Rosa), el relato tiene mucho de carretera provinciana con santuarios del Gauchito Gil a los costados y mormazos húmedos rajando la tierra. Con elegancia y desparpajo, Carolina logra hilar un relato certero y repleto de cápsulas de texto que te sacuden (una revuelta de brasas en la parrilla, una paja furtiva a un desconocido en un Flechabus cualquiera, el agua de la ducha cayendo como una balacera en el cuero cabelludo, la sensación inédita de resetear el mundo en una pitada de cigarrillo).
Cuesta no reconocerse en el observar nervioso de Barboza, el capataz de un campo que sabes que algo guarda pero no sabes bien qué es. En ese voyeurismo rural vamos todos. También estamos en el ojo de agua turbia que late perenne en el tanque australiano. Si habrá visto lluvias y oscuridades ese agua de ahí dentro. Qué guardará su lecho. Qué tendremos nosotros reposando entre sus líquenes y sus huevas de rana correntina. Como en una canción afiebrada y fronteriza, hay ecos de chamamé, rock brasileño y música de fiesta amortiguada por el cubículo cerrado de una camioneta con olor a sexo clandestinamente impostergable. Una lenta cumbia sin patria que avanza entre arroyos y mangas de árboles. El fantástico espectáculo de lo bestial y humano puesto a disposición de una cronista de ojo afilado.
Hay en ‘La Concordia’ mil y una razones para el desvelo.
Queda en vos encontrar la tuya.
Reseña por Carlos Rodríguez